Cannabis Magazine 200

Ruinas jesuíticas guaraníes en Misiones, Argentina (CarlosBrys, CC BY-SA 4.0, Wikipedia)

Herrero Gil, el hachís acaba funcionando más como un espejo de aumento, que nos regresa a los temas principales de Quiroga, a la subjetividad de su existencia: “los miedos que el hachís intensifica y las visiones que la sustancia provoca reflejan algunos de los elementos fundamentales del inconsciente del escritor, que serán también motivos recurrentes en su literatura consciente: el miedo a la muerte, la sensación de vivir en un medio hostil, poblado por seres abalanzantes, y el interés por los animales salvajes, manifestantes de pulsiones primitivas, que anun- cian su pasión por la selva” (Herrero Gil, 2012). El infierno artificial Fue publicado como parte de Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917). Si en El haschich la meta era describir la experiencia con la sustancia, en El infierno artificial encontramos a un Quiroga más moralista, que pretende con su narración alertar de los peligros de la adicción a la cocaína, de sus terribles efectos. Lo mejor, como no podía ser de otra forma con Quiroga, es su modo de contarlo (por eso hay que leerlo). En resumen, el cuento comienza con un sepulturero adicto al cloroformo que describe “dilata el pecho a la pri- mera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares”. Una noche, mientras camina colocado entre las tumbas, encuentra un esqueleto en el interior de cuyo cráneo des- cubre a un hombre diminuto, arrugado, tiritando y con la mirada enloquecida, pues eso “es todo cuanto queda de un cocainómano”. El hombrecillo, adicto también como el sepulturero (y producto de la alucinación de este), le suplica ayuda para “ E N E L INFIERNO ARTIFICIAL ENCONTRAMOS A UN Q UIROGA MÁS MORALISTA

conseguir algo de cocaína que le alivie las ansias. El se- pulturero, por supuesto, empatiza con él y decide solidarizarse trayéndole algo de cocaína del botiquín del cementerio, que inyecta a las fisuras de la calavera. El hombrecillo se amorra a las grietas y se transforma al consumir el néctar de su adicción: “El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y “ E L HOMBRECILLO , ADICTO TAMBIÉN COMO EL SEPULTURERO ( Y PRODUCTO DE LA ALUCINACIÓN DE ESTE ), LE SUPLICA AYUDA PARA CONSEGUIR ALGO DE COCAÍNA los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa”. Por lo que parece, era la adicción la que no había permitido al hombrecillo poder morirse a gusto, sino que había alargado su existencia, reduciéndolo a un cuerpo de- gradado en el que “ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma de deleite, que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo y no fue capaz de aniquilarla consigo”. El hombrecillo, según nos cuenta con su propia historia, fue primero adicto a la morfina y luego a la cocaína. Llegó a ambas sustancias, a raíz de una horrible tragedia “

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